En este sitio hallarán los programas correspondientes a los cursos 2012 / 2011 / 2010 de Literatura a cargo de la Prof. Carmen Ramírez, además de apuntes y consignas de trabajo. LICEO PEDRO L. IPUCHE de Santa Clara de Olimar y LICEO ENRIQUE ALZUGARAY de Cerro Chato.
Ayuden a que el sitio mejore y crezca aportando sus comentarios, participando. GRACIAS

lunes, 24 de mayo de 2010

LLAMADO A ALUMNOS DE 5TO Y 6TO




La consigna es la siguiente: todo aquel alumno de 5to 0 6to año que consiga realizar un análisis profundo y reflexivo de este poema, donde también se incluyan elementos de análisis formal (recursos), recibirá la calificación de 12, porque realizar un trabajo de esta naturaleza significaría que han llegado a la madurez como estudiantes de la asignatura.
ADVERTENCIA: es 12 o nada

ÍTACA
Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca
debes rogar que el viaje sea largo,
lleno de peripecias, lleno de experiencias.
No has de temer ni a los lestrigones ni a los cíclopes,
ni la cólera del airado Poseidón.
Nunca tales monstruos hallarás en tu ruta
si tu pensamiento es elevado, si una exquisita
emoción penetra en tu alma y en tu cuerpo.
Los lestrigones y los cíclopes
y el feroz Poseidón no podrán encontrarte
si tú no los llevas ya dentro, en tu alma,
si tu alma no los conjura ante ti.
Debes rogar que el viaje sea largo,
que sean muchos los días de verano;
que te vean arribar con gozo, alegremente,
a puertos que tú antes ignorabas.
Que puedas detenerte en los mercados de Fenicia,
y comprar unas bellas mercancías:
madreperlas, coral, ébano, y ámbar,
y perfumes placenteros de mil clases.
Acude a muchas ciudades del Egipto
para aprender, y aprender de quienes saben.
Conserva siempre en tu alma la idea de Ítaca:
llegar allí, he aquí tu destino.
Mas no hagas con prisas tu camino;
mejor será que dure muchos años,
y que llegues, ya viejo, a la pequeña isla,
rico de cuanto habrás ganado en el camino.
No has de esperar que Ítaca te enriquezca:
Ítaca te ha concedido ya un hermoso viaje.
Sin ella, jamás habrías partido;
mas no tiene otra cosa que ofrecerte.
Y si la encuentras pobre, Ítaca no te ha engañado.
Y siendo ya tan viejo, con tanta experiencia,
sin duda sabrás ya qué significan las Ítacas.

CONSTANTINOS KAVAFIS


Por. Carmen Ramírez

ANUNCIO PARA 5TO AÑO

El escrito queda fijado para el jueves 3 dejunio a 1ra y 2da. El temario es el ya acordado:
  • epica griega
  • las epopeyas (qué son)
  • Las epopeyas homéricas
  • PAIDEIA de Werner Jäeger (conceptos dados en clase)
  • LA ILÍADA: análisis de los cantos I y XXII

martes, 4 de mayo de 2010

Para 6to año (Acerca de Ray Bradbury)




Un siglo de papel en llamas

En 1953, después que la segunda guerra mundial terminara con los totalitarismos de Italia, Alemania y Japón abriendo el ominosos período del terror atómico, un escritor estadounidense de Illinois, llamado Ray Bradbury, escribió una impresionante novela titulada Fahrenheit 451; el título hace referencia a la temperatura a la que arde el papel.
Bradbury, mal clasificado a veces como escritor de ciencia ficción, es uno de los poetas más poderosos que haya conocido la literatura del siglo XX. En su mejor momento, además, fue un pensador interesante, un agudo intérprete de los hechos sociales de su tiempo y un fabulador genial, capaz de proyectarse hacia un futuro previsible y dibujar sus preocupantes contornos. Con los años se convirtió en un viejo conformista e instalado, de inesperados rasgos fascistoides, racista y homófobo; casi en una contradicción de sí mismo.
El autor de esta nota lo entrevistó en 1988 para el diario El País de Madrid, y salió de la lujuriosa casa del escritor en Santa Mónica con una sensación muy similar a la que sienten los niños cuando se les ha revelado que los Reyes Magos no existen.
Pero en 1953 el joven Bradbury era un poeta vigoroso, un intelectual lúcido y sanamente crítico. Y todo ello se manifestó en su memorable Fahrenheit 451. El autor imaginó un futuro indeterminado en el cual los Estados Unidos se había transformado-curioso empleo de los tiempos verbales; el futuro se evoca en pasado- en una sociedad totalitaria e hipercontrolada, sometida al peligro de una tercera y definitiva guerra mundial. Las casas eran incombustibles, por lo cual los incendios no existían hacía años. Sin embargo, los bomberos se hallaban en plena actividad. Su nueva función era la de quemar libros, cuya posesión por los particulares estaba prohibida. Cuando la policía secreta descubría una biblioteca clandestina, llamaba a los bomberos, los que de inmediato acudía y quemaban la casa subversiva con todos sus elementos.
La vida cultural estaba regida por el Estado a través de la radio y una televisión interactiva omnipresente, cuya pantalla ocupaba toda la pared. En realidad, cada ciudadano podía tener hasta las cuatro paredes de una habitación cubiertas con pantallas televisivas, y el sueño de toda familia de clase media era “ tener la cuarta pared”. Desde la televisión, siempre encendida, los locutores y actores se metía en la realidad del hogar, hablaban directamente con las amas de casa y los niños y emitía un mensaje estupidizante y banal. Había elecciones, por supuesto, pero sólo entre dos candidatos, uno de los cuales era siempre claramente preferible al otro (“Hasta los nombres ayudan-dice la esposa del protagonista en un momento- . Comparen Winston Noble con Hubert Hoag durante diez segundos y ya pueden imaginar el resultado”). Cada movimiento de cada ciudadano estaba férreamente controlado por el Estado policial, que se valía de la tecnología de vanguardia y no dejaba prácticamente resquicio a la disidencia. Los delincuente o fugitivos eran perseguidos por un terrible sabueso mecánico que identificaba a la víctima por la composición química de su cuerpo; cuando lo alcanzaba, le inyectaba una jeringa con procaína inmediatamente mortal.
En este panorama, surgirá y se desarrollará un rebelde, en este caso un bombero llamado Guy Montag. Casado con una mujer alienada y absurda, vive en una felicidad ignorante hasta que, una noche, un encuentro casual con una adolescente sensible y extraña le mueve todo el piso; la chica le hace ver que, después de todo, hay rocío en la hierba de la mañana. Poco tiempo después Montag tiene que quemar una biblioteca y la dueña de casa se hace quemar junto a la misma. Casi por casualidad, llega, en esa horrible velada, a leer una frase en uno de los libros que quema: “El tiempo se ha dormido a la luz de la tarde”. Esas palabras, casi sin sentido para un hombre criado en una cultura sin belleza, le provocan una fuerte conmoción interior, comienza a cuestionarse toda su vida y, por fin, en otro procedimiento, se roba un libro.

Mirad los lirios del campo
Montag lee el libro que ha sustraído (que es nada menos que la Biblia) en el tren neumático en el que viaja de regreso a su casa después del trabajo. La escena es una pieza literaria magistral:
“Bajó la vista y vio que llevaba la Biblia abierta . Había gente en el tren de succión, pero apretó el libro entre las manos y se le ocurrió de pronto aquella idea tonta : si lees con suficiente rapidez, y lo lees todo, quizá quede en el tamiz algo de arena (...). Apretó el libro entre sus puños.
Se oyó el sonido de unas trompetas.
-El dentífrico Denham ....
Cállate- pensó Montag-. Mirad los lirios del campo, cállate, cállate ...
-¡Dentífrico!
Montag abrió bien el libro, alisó las páginas y las tocó como si fuese ciego, siguiendo las formas de las letras, sin parpadear.
-¡Denham! Se deletrea: D-E-N ...
Ellos no trabajan ni ...
El murmullo de la arena caliente a través de un tamiz vacío.
-¡Denham lo hace!
Mirad los lirios, los lirios, los lirios ...
-El detergente dental Denham.
-¡Cállate, cállate, cállate!
Fue un ruego, un grito tan terrible que Montag se puso de pie. Los sorprendidos pasajeros lo miraban fijamente, se apartaban de ese hombre de cara hastiada, de boca seca, que farfullaba algo incomprensible (...) La radio del tren vomitó a trozos sobre Montag una enorme carga de música de latón, cobre, plata, cromo y bronce. La gente era triturada hasta la sumisión; no escapaban, no había a dónde escapar; el tren neumático hundía su cabeza en la tierra”.

Montag termina por romper definitivamente con su entorno, se roba libros y los lee, es denunciado por su propia mujer, se le obliga a quemar su popia casa, se rebela y quema a su jefe, huye, el régimen pone al sabueso mecánico tras sus huellas y conmina a la gente a que abra al mismo tiempo todas las puertas y mire para afuera: “El fugitivo no podrá escapar si todos miran en el próximo minuto”. Por fin, se le hace ver, por televisión, su propia ejecución, una simple realidad virtual que engaña y tranquiliza a la gente. El bombero rebelde llega, por fin, a encontrarse con una comunidad de anacoretas que viven fuera de la ciudad, todavía beben café y memorizan libros; cada uno de ellos es un libro que debe contar de memoria a otro más joven, palabra por palabra, antes de morir. La narración termina con el estallido de la guerra atómica:
“-¡Mire!- gritó Montag.
Y la guerra comenzó y terminó en ese instante. La guerra sólo había sido el rápido susurro de una guadaña. (...) Montag vio el enorme puño de metal que se había alzado sobre la ciudad lejana y supo que enseguida oiría el chillido de las turbinas. El chillido diría, luego del acto: desintegraos, que no quede piedra sobre piedra. Pereced. Morid.
Montag sostuvo las bombas en el cielo durante un único momento. (...) La expresión golpeó el aire sobre el río, derribó a los hombres como una fila de piezas de dominó, alzó el agua en cortinas de espuma, alzó el polvo e hizo que los árboles se quejaran agitados por un viento que pasaba hacia el sur. (...) En ese instante vio la ciudad, en vez de las bombas, en el cielo. Se habían desplazado mutuamente. (...) Y luego la ciudad giró sobre sí misma y cayó, muerta
El sonido de esa muerte llegó más tarde”.
El espléndido delirio de Bradbury termina con un toque de optimismo, con los superviviente- libros ambulantes- marchando hacia un horizonte de reconstrucción.

El árbol de la vida
Hace casi medio siglo que Ray Bradbury escribió su hoy clásica novela. Se tradujo a todos los idiomas, se leyó a través de tres generaciones y se realizó de la misma una aceptable adaptación cinematográfica dirigida por Francois Truffaut. Más allá de sus extraordinarios méritos literarios, cabe preguntarse por las razones de ese impacto.
Los sueños que acunaron el inicio del siglo XX se deshicieron pronto. Si el siglo XVIII fue el de la razón y el XIX el del sentimiento, era de prever que el siglo XX fuera el del equilibrio, la serenidad, la justicia y la sabiduría. En vez de ello, fue el siglo del caos, la destrucción masiva, la tiranía y el odio.
Los aspectos más negros del sueño literario de Ray Bradbury se confirmaron en la convulsa realidad del mundo, antes y después de Fahrenheit 451. Hubo regímenes totalitarios, de derechas y de izquierdas (como si la libertad admitiera manos o tránsitos preferenciales), caudillos carismáticos capaces de llevar a sus pueblos a la catástrofe, como hiciera el señor Winston Noble (se llamaron Mussolini, Stalin, Franco, Ceaucescu, Videla, Idi Amín y un etcétera demasiado largo), ciudades que volaron por los aires (como Hiroshima y Nagasaki), libros quemados públicamente (durante los primeros años del régimen nazi), escritores y periodistas que fueron asesinados por sus ideas y pueblos enteros exterminados por la intolerancia y el racismo (armenios, judíos). Aún no se conoce el sabueso mecánico con su aguja de procaína, pero las inyecciones letales y el pentotal que arranca al prisionero la última esencia de su verdad se han empleado normalmente por parte de ciertos regímenes dictatoriales. Fahrenheit 451 parece, por momentos, un libro de Anderssen o de Perrault, en comparación con la salvaje realidad.
Pero, afortunadamente, también hubo muchos Montag. La rebeldía y el anhelo de libertad y justicia que le es inherente parece ser un fuego tan crepitante y voraz como el de las hogueras que quemaban libros, absurdo intento de quemar las ideas. La historia de la centuria que está agonizando ha sido también la de los pueblos en lucha contra las dictaduras (y en Uruguay se escribieron algunas bellas páginas al respecto), la de los individuos capaces de arriesgar la vida por sus ideales, la de los artistas e intelectuales capaces de reivindicar el siempre comprometido derecho a pensar, escribir y hablar con libertad. El siglo XX es el de Mi lucha de Hitler, pero también el de Rinocerontes de Ionesco, el de El gran dictador, de Chaplin (donde Montag es un barbero que se parece al tirano de turno), el de 1984 de Orwell y el de Fahrenheit 451.
El siglo XX termina, sin embargo, entre sonrisas; derrotados los fascismos, caídos e históricamente condenados los totalitarismos marxistas, es la hora de la democracia. Claro que subsisten dictaduras, claro que aún hay poblaciones enteras que se mueren de hambre, claro que enfermedades como el sida dibujan una improbable-pero no imposible- extinción de la especie humana, claro que hay mucha gente preocupada por la desatención al equilibrio ecológico y el agujero de la capa de ozono. Pero este panorama, comparado con el de hace veinte años, es claramente favorable.
Sin embargo, la terrible profecía de Ray Bradbury no ha sido barrida totalmente por los huracanes de la Historia. No sólo porque la tentación totalitaria subsiste y, como otra Ave Fénix ominosa e inmortal, renace siempre de sus propias cenizas, sino porque hay elementos autoritarios fuertemente enquistados aún en el corazón mismo de las democracias. Es como si la libertad guardase, en su esencia última, su propia negación dialéctica.
Hoy los bomberos no queman libros, pero el hábito de la lectura está en retroceso y mucha gente compra libros para ornar los modulares de su living, escogiéndolos por su tamaño y color. Los medios audiovisuales gozan de estatutos de libertad, pero en la práctica cumplen una función uniformizadora y alienante muy similar a la de las cuatro paredes de la premonición de Bradbury. Los sistemas jurídicos garantizan la igualdad de derechos entre todos los seres humanos, pero en las sociedades más evolucionadas del planeta resurge, pujante, la hidra del racismo y la xenofobia, así como otras formas de intolerancia religiosa e ideológica. El ser humano vive más que nunca y tiene a disposición medios materiales de insólita sofisticación para que su existencia sea más placentera, pero, al mismo tiempo, se ve sumido en una vorágine de consumo y productividad que lo hace poderosamente infeliz. La sociedad industrial ha alcanzado cotas inimaginables de desarrollo en beneficio de la especie, pero, paralelamente, ha puesto sobre el tapete el gran tema de la destrucción del planeta, o, al menos, su habitabilidad. Los ciudadanos, como apuntara con clarividencia Erich Fromm, tienen miedo de usar la libertad y prefieren a veces ampararse en la tutela del Estad, de la religión, del caudillo o de la ideología, que les dicen lo que tienen que hacer y les evitan la incómoda disyuntiva de pensar y tomar decisiones. Por último, el peligro atómico parece hoy en día remoto e improbable, pero lo cierto es que muchas naciones disponen de medios de destrucción jamás imaginados, y esos medios pueden caer en manos de demagogos sin escrúpulos. La posibilidad de que un día estallemos en pedazos no ha desaparecido.
De vez en cuando viene bien evocar los versos de Calderón:
“¿Qué es la vida? Una ilusión
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño.
Que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son”

Una de las imágenes poéticas más fuertes es la que identifica la vida, ese impulso breve y misterioso, con una sombra. Reflejo de algún objeto lejano e indiferente, la sombra adquiere, incluso en el susurro oscuro de la fonética castellana, una realidad propia, autónoma, sugestiva e inquietante. Exactamente igual que los sueños, esos sueños que Calderón identificara con las ilusiones y con la propia vida.
El sombrío relato de Ray Bradbury está ahí , enhiesto sobre el horizonte. Es, aunque no lo parezca, una gran parte del sueño universal de fraternidad, libertad y paz que la especie humana persigue desde tiempos que se pierden en la memoria de los siglos. A tropezones y con terribles retrocesos, esa criatura ávida y ambiciosa que es el Hombre parece avanzar hacia la materialización, sin duda parcial pero inapreciable, de ese sueño ancestral.
“Y del otro lado del río se alzaba el Arbol de la Vida, con doce clases de frutos, y daba sus frutos todos los meses. Y las hojas del árbol eran la salud de las naciones”
Sí, pensó Montag, ese es el fragmento que guardaré para el mediodía. Para el mediodía ... Cuando lleguemos a la ciudad”.
Tal vez algún día, como Montag y sus compañeros transformados en libros ambulantes, seamos capaces de llegar a la ciudad, a esa ciudad acogedora y luminosa en la que nunca, nunca más, arderán los papeles.

Lincoln R. Maiztegui Casas
EL OBSERVADOR
Suplemento LA SEMANA
Sábado 27 de Noviembre de l999